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Alain Brossat. El Gran Hartazgo Cultural Madrid: Dado Ediciones. 2016. 186 pp. Traducción: David J. Domínguez González.
Alain BROSSAT
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Alain Brossat. El Gran Hartazgo Cultural Madrid: Dado Ediciones. 2016. 186 pp. Traducción: David J. Domínguez González.
BARATARIA. Revista Castellano-Manchega de Ciencias Sociales, núm. 26, pp. 263-268, 2019
Asociación Castellano Manchega de Sociología
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Alain Brossat. El Gran Hartazgo Cultural Madrid: Dado Ediciones. 2016. 186 pp. Traducción: David J. Domínguez González.

Alain BROSSAT
BARATARIA. Revista Castellano-Manchega de Ciencias Sociales, núm. 26, pp. 263-268, 2019
Asociación Castellano Manchega de Sociología

En 2016 se creó en Madrid Ediciones Dado. Desde entonces, se han editado trece títulos enclavados en las diversas colecciones de que se ha ido dotando. En una de ellas, Colección inédita, se recuperan textos antiguos agotados como el debate epistemológico desarrollado en Alemania entre 1903 y 1908 por parte de sociólogos e historiadores. La colección Filosofía y sociedad ha publicado, hasta el momento, un texto sobre Foucault y otro que se ocupa del mayo francés de 1968. Precisamente, una aclaración al presentar esta última colección nos parece extensible a la línea editorial. Se publican textos capaces de analizar la realidad apoyados en sólidos aparatos conceptuales. Se intenta superar los compartimentos estancos que aíslan unas especialidades de las humanidades y de las ciencias sociales de otras. Por otra parte, la editorial -tal como recomendó Émile Durkheim- asume una posición decididamente crítica no dispuesta a transigir con los lugares comunes de las creencias colectivas o de tópicos rimbombantes como los de rebeldía o contrapoder. La editorial proclama su vocación política

-títulos como el dedicado a la crisis económica del 2007 o el que se dedica al fenómeno de las migraciones nos parecen clara muestra de ello- al tiempo que se desvincula de la actitud militante. Nos parece reseñable, además, la acertada elección de aspectos referidos al formato físico de los ejemplares como tamaño, calidad de letra, diseño del aspecto exterior o del logotipo hasta hacer de cada uno de ellos un objeto atractivo pero no presuntuoso.

Pues bien, el ensayo que reseñamos fue el primero tanto de la editorial como de la colección Disonancias, destinada ella misma a cuestionar lugares comunes y a reflexionar sobre el presente. Mostrando el trabajo conjunto y la complementariedad entre la editorial y el autor, éste es entrevistado por David J. Domínguez González, quien se ocupa también de la traducción. Se incorpora, además, un prólogo a la edición castellana que constituye de hecho un ensayo sobre el artista contemporáneo. El autor, Alain Brossat, nacido en 1946, es profesor de filosofía política y contemporánea en la Universidad París VIII. Ha publicado una veintena de ensayos sobre biopolítica, formas actuales de gubernamentalidad, violencia, crímenes de estado o xenofobia. El que ahora presentamos reflexiona, con prosa ágil y polémica, sobre la lógica de la cultura contemporánea en antítesis con la de la política. Algunos autores con los que el autor muestra su convergencia sin ser necesariamente deudor de ellos son Friedrich Nietzsche, Walter Benjamin o Michel Foucault. Dos marcos de referencia que nos parece encontrar en su trabajo son los de posmodernidad y sociedad líquida. El propósito declarado del ensayo es hacer un diagnóstico del papel de la cultura en nuestro tiempo. La tesis central consiste en que aquella, al cumplir en su evolución genealógica una función acomodaticia, resulta antitética de la política entendida según la vocación emancipatoria que le atribuyó la Ilustración. Es más, la cultura se convierte en un elemento de singular importancia para edulcorar los conflictos perdiendo con ello, como debiera hacer según Brossat, su capacidad de poner de manifiesto la desigualdad, la injusticia o la violencia. De hecho, la cultura -siempre según el autor, cuyo discurso intentaremos presentar de aquí en adelante-, pese al carácter polisémico del término derivado de su uso idealizado, administrativo o antropológico no sería un aspecto secundario en el funcionamiento de nuestras sociedades. Por el contrario, se ha convertido en el modo en el que se organiza y socializa la vida en común en tanto democracia cultural. A este respecto, el autor señala dos aspectos distintos. El primero de ellos consiste en identificar los diferentes y antitéticos modos de ser de la política y de la cultura así como su evolución. La lógica de la política consiste en la constatación de la diferencia de intereses grupales o de planteamientos ideológicos y, por tanto, de la división y el enfrentamiento. Por el contrario, la cultura se guía por el paradigma de la integración y el consumo. De esta manera, la distinción de Brossat viene a equiparar la política con el objeto privilegiado de análisis de la denominada sociología del conflicto mientas que la cultura respondería a una vocación que sería amablemente acogida desde la sociología del consenso. Su diagnóstico, empero, va más allá.

POSTPOLÍTICA Y CULTURA

La política es el ámbito de la división. Ya sea merced a las diferencias entre estados, clases, géneros, idiomas o derivada de circunstancias como la pobreza, el racismo, la violencia, la desigualdad o la opresión. La emancipación, a juicio de Brossat, tiene que ver inevitablemente con la puesta de manifiesto de tales realidades así como la lucha contra las mismas. La evolución hacia la postpolítica consiste en el difumino o el enmascaramiento de las heterogeneidades citadas en cuanto éstas son consideradas siempre como superables sin enfrentamiento.

En nuestra opinión, el diagnóstico de Brossat es paradójicamente complementario del que en 1979 hizo Jean-François Lyotard, al que nuestro autor menciona. El paso a la posmodernidad coincidía, según éste último, con el fin de los metarrelatos de talante emancipador, incluidos los que solemnemente adoptan la palabra “revolución”. La reflexión de Brossat conserva, por el contrario, el anhelo por la emancipación, la superación de la injusticia o, directamente, las prácticas revolucionarias. En este sentido, puede considerarse acorde con ciertos planteamientos ilustrados. Peso a ello, el autor constata el retroceso de tales proyectos y la consolidación de los planteamientos relativistas posmodernos que han llevado a ampliar el campo cultural incluyendo experiencias como el grafiti, el rap o las cocinas regionales. Y, sobre todo, algo típicamente posmoderno, a anular los criterios de distinción entre la baja y la alta cultura que, menciona también aludiendo a Theodor W. Adorno, permitían el mantenimiento de una cultura elitista. Los ejemplos anteriores muestran, precisamente, el carácter inclusivo que adopta una cultura que acepta la incorporación de diferencias siempre que carezca de cualquier pretensión de puesta en cuestión del status quo y sea susceptible de convertirse en consumo. Es lo que ocurre, mencionando un ejemplo del autor, con Mayo del 68 convertido en divertimento y mercancía.

El carácter biempensante de la aceptación de la diversidad y de la diferencia pierde su carácter crítico cuando se da lugar, por un lado, a productos mercantiles a menudo globalizados. Y, por otro, a sujetos cuya subjetividad se despolitiza. Citemos a este respecto la siguiente anécdota narrada por Brossat en la que contrapone dos rótulos. La samaritana inscripción estampada en una camiseta A world without strangers, perdería su potencial reivindicativo merced a su igualación en el mercado cultural con otro sinfín de imágenes mercantilizadas. No ocurriría así, a juicio del ensayista, con la constatación de una pegatina leída en un vehículo alemán: Menschen sind fast überall Ausländer (los hombres son en casi todas partes extranjeros) que vendría a poner el dedo en la llaga de las políticas ferozmente proteccionistas y excluyentes practicadas por los estados europeos, al tiempo que nos recuerda el carácter azaroso que nos convierte en privilegiados del primer mundo frente a los desheredados del tercero. Pues bien, la enorme cantidad de productos culturales; el carácter epidérmico de los eslóganes posmodernos en elogio de la diferencia y la diversidad; así como la falta de criterios para jerarquizar lo alto y lo bajo llevan al hartazgo cultural que da título al libro. Nos encontramos, según Brossat, con sociedades obesas de cultura en la que se tiene acceso a enormes pero fragmentadas cantidades de información y de imágenes. En las que “no sabemos ya discernir qué es lo que resulta verdaderamente importante” (92). Donde los sujetos carecen de marcos sintéticos con los que entender su experiencia y, donde los ideales ilustrados emancipatorios se desvanecen. ¿Cómo? Nos parece que la tesis se condensa en esta frase lapidaria: “la cultura es la muerte de la política” (130). Dicho de otra manera, en la pérdida de las lógicas contrapuestas que mencionábamos al comienzo de esta reseña. Es decir, de la deglución de lo político por lo cultural y, con ello, la sustitución de la división y el conflicto por la calma chicha del consenso. Históricamente el proceso se habría producido en tres pasos.

El primero consistiría en la separación de lo político y lo cultural. El segundo, a fines del siglo XIX, mediante “la ficción vital de un gobierno en nombre de todos y de una soberanía compartida por todos” (58). Es decir, nos parece adivinar, las democracias parlamentarias. El tercero, el advenimiento de la democracia cultural y de la postpolítica en el sentido de escamotear o ignorar los conflictos existentes. A ello, colaboran, al menos tres dispositivos centrales: la omnipresencia de las imágenes, la atención preferencial al pasado, y el debilitamiento de los mecanismos democráticos.

Por lo que se refiere al gobierno de las imágenes, creemos detectar en Brossat el influjo del tándem Platón-Marx. Efectivamente, el mundo ilusorio de las sombras que se producen en la caverna está relacionado con la hiperinflación de imágenes en la que vivimos que permiten al autor hablar de “democracia televisiva” (181) pese a que hoy en día, a nuestro juicio, sea indispensable tener en cuenta el mundo de las comunicaciones instantáneas a través de internet y sus conexos dispositivos móviles. De nuevo, el consumo masivo de imágenes contribuye a crear una imagen fragmentada del mundo en la que saltamos, por ejemplo, del ámbito publicitario al informativo. Cotidianeidad en la que los políticos han aprendido, según Brossat, a comportarse como actores conscientes de que la transmisión de mensajes a través de imágenes es más eficaz que la elaboración de razonamientos. Conexo con tal planteamiento, se halla, señala Brossat, la tendencia a considerar que sólo está probado aquello que es certificado por medio de imágenes. De esta manera, el predominio de éstas sobre lo sensible y sobre lo verbal da lugar al embrutecimiento de una población que se distrae en su flujo continuo como podría ejemplificar, añadimos, la plataforma de comunicaciones WhatsApp. Por nuestra parte, nos parece que el planteamiento de Brossat no tiene suficientemente en cuenta que el flujo de las imágenes no es ya exclusivamente unidireccional como cuando, efectivamente, el predominio de la televisión así lo permitía, sino que los sujetos contemporáneos nos bañamos en un flujo multidireccional de imágenes. ¿Sigue siendo, aun así, la televisión el proveedor principal de las mismas hasta el punto que pueda hablarse de “democracia televisiva” (181) y quepa asegurar que “se gobierna por la inmersión de la masa en baños de imágenes” (155)?

La mencionada pérdida de contacto con lo sensible no puede menos que recordar a la importancia que Karl Marx daba a la sensibilidad. De modo análogo a cómo Marx denunciaba que los trabajadores alienados quedaban restringidos a sus funciones animales -comer, beber, engendrar- Brossat indica que las imágenes “‘ocupan’ toda la vida del trabajador” (157). Señala también, en continuidad con el filósofo alemán, que el trabajo deja de ser una forma de desarrollar las potencialidades humanas y un fin en sí mismo para convertirse apenas en un medio de acceso al dinero y dejando de plantearse su valor en sí mismo. La creciente importancia del mundo de las imágenes contribuye, además, a la integración acrítica de los sujetos.

El segundo dispositivo mediante el que la cultura transfigura y debilita la política hasta liquidar su lógica propia constitutiva tiene que ver con la emergencia de lo que Brossat denomina el homo culturalis. El ámbito en el que se produce este advenimiento sería el del tiempo mediante la dicotomía historia /cultura. La historia, a juicio de Brossat, está ligada a la política en la medida en que ambas se proyectan hacia el futuro que se quiere construir y obliga a la acción en función de los propios puntos de vista o intereses. Como éstos son contradictorios con los de otros sujetos colectivos, es el conflicto lo que impera en la política. Su lógica propicia que en su ámbito el pasado sea un objeto de litigio extremado y permanente. Valga como ejemplo, en el caso español, los continuados debates sobre la guerra civil y las atrocidades producidas en ella. Las opiniones políticas generan movilización práctica que se dirige -aunque se use como herramienta el pasado- al futuro que se quiere construir.

Pues bien, en la actualidad, señala Brossat, se produce un desplazamiento de lo político a lo cultural. Éste último, en lo que concierne al tiempo, no se remite al futuro sino sólo al pasado. Mediante una probable alusión a Max Weber, nuestro autor señala cómo la cultura, acorde con su lógica del consenso, produce el desencantamiento de la política mediante el apaciguamiento y debilitamiento de lo conflictivo. Las guerras, por continuar con un caso similar, contadas desde un punto de vista cultural son esos desastres que ningún conflicto justifica. Vistas desde un punto de vista cultural -especialmente en el ámbito museístico- las contiendas éticas o políticas son apreciadas por su valor expositivo, escribe mediante una cita implícita a Benjamin. La cultura contempla con distancia, con frialdad. Nos ayuda a comprender el porqué, por ejemplo, de un fenómeno ya sea religioso, bélico, deportivo, artístico… Pero difícilmente una opinión cultural, opina Brossat, “une y moviliza a las personas” (71). La supremacía de lo cultural ejerce un efecto desmovilizador. Un cartel político, en el ámbito expositivo, puede ser comprendido en su contexto histórico pero ser objeto ante todo de la atención documental o estética. En el espacio cultural –con el museo como marco más representativo-, al contrario que en el de la historia, las opiniones se disocian de la acción. Despolitizan. El pasado puede ser interesante pero no conduce, opina el autor, hacia el futuro. “La cultura es ante todo un aparato de reducción de las tensiones” (69). Es más, se convierte en un engranaje de integración que, escribe con resonancias foucaultianas, como medio de organización, toma el relevo de la fábrica, la oficina, el servicio militar y el sufragio universal.

El tercer dispositivo para la consolidación de la democracia cultural y de la postpolítica consiste en el debilitamiento de los mecanismos democráticos ya sean la democracia representativa o la democracia directa. Así se constata, señala Brossat, en el desinterés que la política suscita. Consecuencia, a su juicio, de la ya citada consolidación de la democracia cultural. Por otra parte, se produce la paradoja de que aunque los partidos políticos están enraizados en la naturaleza dividida de la sociedad se produce la ficción jurídica de un pueblo indiviso y titular de la soberanía que la ejerce –en la democracia representativa- cada x años únicamente por medio del sistema electoral. Esta unión de los ciudadanos se da la mano, sin embargo, con el racismo como medio de crear el rechazo hacia el extranjero. Brossat constata, por otra parte, -en lo que nos recuerda, acertadamente o no, las clásicas críticas a las democracias “formales”- que incluso la izquierda radical pierde su talante crítico cuando ejerce sus responsabilidades en el marco de las instituciones existentes. Lo cual no obsta para que, en las dinámicas sociales, surjan “movimientos de oposición a las formas políticas institucionales” (182).

LA RECUPERACIÓN DE LA POLÍTICA

Decíamos al comienzo que el propósito declarado de Brossat es el de realizar una diagnóstico del lugar de la cultura en nuestro tiempo. No pretendía, añadía, un llamamiento a la movilización. Quizá, nos parece a nosotros, no de modo directo, pero sí de modo indirecto. Al fin y al cabo, su análisis muestra lo que a su juicio constituye un proceso de degradación, o de pérdida de sustancia, de la política. Ya que en alguna ocasión cita a Antonio Gramsci, podría decirse que la democracia cultural que denuncia supone un modo de hegemonía cultural basado en la centralidad de las imágenes, el embrutecimiento de la población, y en la pérdida del elemento agonístico que, de modo intrínseco, constituye o debiera constituir la política. También, el “desvanecimiento de las capacidades críticas y de las energías emancipadoras” (96) de los intelectuales. La realidad puesta en entredicho por Brossat es la de la desmovilización y la de la apatía. Sobre todo, el debilitamiento del conflicto que inevitablemente debiera surgir de situaciones discriminatorias o injustas en pos de la emancipación. La confianza ilustrada confiaba en que se podían producir cambios y mejoras radicales. Frente a ello, Brossat ejemplifica en el caso de la revista satírica Charlie Hebdo la convicción -a la que de modo significativo contribuiría la democracia cultural- del sentimiento de impotencia por cuanto la realidad no puede ser mejorada radicalmente. De ahí surgiría la risa sarcástica que practica la publicación citada.

Ahora bien, si, como hemos citado, la cultura es la muerte de la política, Brossat propone una alternativa en la que, de nuevo, alude a Benjamin. Éste, como es sabido, concluía su célebre ensayo sobre la reproductibilidad técnica propugnando la politización del arte frente a la estetización de la política. Brossat cree que hasta los años ochenta del pasado siglo se mantenía la esperanza en la “politización de las cuestiones culturales” (127). Recuperar tal aspiración, “re-politizar la crítica de la cultura (138), es la propuesta en definitiva del libro que comentamos. Por ello, es un gran acierto editorial que la edición española incluya un ensayo sobre el artista contemporáneo. En él se presentan temas interesantes como el de la mercantilización de la cultura del que constituyen un ejemplo -del que periódicamente tenemos noticias, efectivamente, a través al menos de las imágenes televisivas- las subastas millonarias de obras de arte. El artista, que como cualquier hijo de vecino también aspira a comer todos los días, se ve obligado a subordinarse a las expectativas del público renunciando, afirma el autor, a la radicalidad y a la subversión; y ello pese a que se vea invitado casi institucionalmente a un comportamiento rayano en la extravagancia. Brossat hace al artista una propuesta ciertamente arriesgada eludiendo la dimensión mercancía-mercado-coleccionismo con la que el arte prácticamente de cualquier época ha estado ligado. La proposición tiene dos pasos:

Primero, no ir al encuentro del público dándose a conocer, exponiendo…Por tanto, alejarse de la dimensión utilitaria y desprofesionalizarse.

Segundo, de forma similar a la reivindicación de la acción en el terreno político que hemos expuesto, desligarse de las condiciones de época y pasar del campo de la producción –donde las obras se evalúan, se validan, se clasifica, se exponen…- al “campo de la acción” (23); un “arte comunista” donde se suprima la separación entre “el creador y el consumidor cultural” (Ibíd.). Una propuesta, podríamos decir, heroica quizá sólo al alcance de quienes ya tengan resueltos sus medios de vida. Por el contrario, a los artistas españoles -a la luz de estudios recientes como el realizado por Marta Pérez Ibáñez e Isidro López-Aparicio- al igual que los extranjeros es la profesionalización lo que justamente les preocupa. En este sentido, los trabajos de otros dos autores franceses, Pierre Bourdieu y Nathalie Heinich o de un modo más festivo, pero también esclarecedor, del español Juan Antonio Ramírez han hecho hincapié sociológico en la complejidad de los actores y relaciones dentro del campo o del ecosistema que conforman.

La presentación crítica que, mejor o peor, hemos realizado no ha mencionado siquiera otros temas tratados por el autor como el de convergencia entre la educación y los procesos estatalizadores, la discusión sobre la llamada excepcionalidad de la cultura en tanto que bien económico, la industria cultural o diversos e interesantes análisis históricos como los centrados en la figura de Cicerón. Sobre todos ellos, Brossat propone ideas interesantes que hacen recomendable la atenta lectura de este libro.

Material suplementario
BIBLIOGRAFÍA
Benjamin, W. (1973) Discursos interrumpidos I. Madrid: Taurus.
Bourdieu, P. (1975) Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Barcelona: Anagrama.
Heinich, N. (2017) El paradigma del arte contemporáneo: estructuras de una revolución artística. Madrid: Casimiro.
Lyotard, J.F. (1986) La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Madrid: Cátedra.
Pérez Ibáñez, M y López-Aparicio, I. (2018) La actividad económica de los/las artistas en España. Estudio y análisis. Granada: Universidad de Granada.
Ramírez, J.A. (1994) Ecosistema y explosión de las artes. Barcelona: Anagrama.
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